Entrevista a Cristina Bajo por su libro “Mitos griegos. En el principio de los Tiempos
Domingo, 9 de enero de 2022 10:00 hs
En la obra de Cristina Bajo, junto a su interés por la novela histórica, se destaca un vínculo muy estrecho con los mitos, las fábulas y otros relatos que hunden sus raíces en la tradición oral. Allí están, junto a la saga de la familia Osorio, La señora de Ansenuza y otras leyendas, El guardián del último fuego y La madre del agua, tres libros que giran alrededor de fábulas cordobesas y argentinas, y El árbol de las flores blancas, que aborda leyendas americanas. A esta segunda pasión suma ahora Mitos griegos. En el principio de los tiempos, un libro para chicos que narra el espacio donde moraban y reinaban los dioses griegos —el Olimpo, el Inframundo—, retrata a los cuatro protagonistas centrales —Zeus, Poseidón, Hades y Démeter—, y los enreda en jugosas y relativamente macabras historias que ocurren en el Bosque Sagrado, con la participación de Narciso, Perséfone y varias ninfas, entre otras divinidades.
¿Cuándo y cómo surgió ese interés?
“Los mitos griegos aparecieron en mi infancia —responde ella—, después de los libros de hadas y los clásicos de Perrault, pero antes de Dickens, Mark Twain y Louisa May Alcott. Llegaron a través de la pintura clásica y las historias que mi madre nos contaba. Lo raro, o no, es que llegaron al mismo tiempo que una puestera de Cabana, doña Ciriaca, comenzó a contarnos cuentos de aparecidos, de la luz mala y de la yuyera de Los Quebrachitos. Quizás entre los libros de mi madre, mi pequeño diccionario, los cuentos criollos de esta mujer y el imaginario mágico de nuestros serranos, la idea de los mitos y las leyendas prendió muy fuerte en mí”. La anécdota familiar es que, en aquella casa de Cabana, la madre de Cristina usaba un libro de pinturas clásicas que le habían regalado unos amigos para mantener calmos al menos a un par de sus hijos en la cocina, mientras ella se ocupaba de la comida, la despensa y otros quehaceres. Cristina y su hermano Eduardo siempre se anotaban para el juego, que consistía en sentarse a la mesa, observar algunos cuadros en el libro, escuchar el relato materno sobre sus características, pero también sobre sus personajes, y después buscar datos sobre ellos en un diccionario enciclopédico. Cristina recuerda que llegaron a tener un cuaderno cada uno, donde escribían sus descubrimientos: ella sobre los dioses griegos; Eduardo, sobre los romanos. Por cierto, esa relación estrecha entre la pintura, los mitos y la escritura se puede ver en las tapas de sus libros, materia de conversación que daría para una entrevista entera: “Siempre pido elegir las imágenes. He usado la Proserpina o Perséfone de Rossetti en la primera edición de Como vivido cien veces, y el Bóreas de Waterhouse para la edición de Sudamericana; la Pandora de Waterhouse en El jardín de los venenos; Leda y el cisne, en Tú, que te escondes; y para La señora de Ansenuza y otras leyendas, la primera tapa fue Hylas y las ninfas, de Waterhouse, y luego Ediciones del Boulevard la sustituyó por una Flora de Marie Spartali Stillman”. —Has contado varias veces que a tu primera novela la escribiste durante años, y sin pensar siquiera en publicarla.
¿Te pasó algo parecido con estos relatos?
—El primer libro que comencé a escribir en mi vida no fue Como vivido cien veces, fue La señora de Ansenuza y otras leyendas, muchos años antes de que se editara mi primera novela (1995). Mis amigas maestras me las sabían pedir para darlas en clase o teatralizarlas en actos escolares, algunos espectaculares, con muchos niños en el escenario, pues incluían danzas y música. —Tomaste leyendas de todos lados, no sólo de Córdoba… —Cuando me casé, viajé a muchas provincias y me encantaba hablar con la gente del pueblo. En cuanto nos asentábamos, salía a conversar con las mujeres del lugar, que generalmente se quedaban en sus casas hilando, cuidando las majadas y los niños. En un cuaderno anotaba las historias que me contaban, que a veces eran las leyendas del lugar. Me llamaba la atención la recurrencia de los temas, aunque de un pueblo a otro variaran los detalles.
Si comparás esas historias con las griegas, ¿qué se nota más, el parecido o la diferencia?
—Es fácil encontrarles el costado griego, su equivalencia de crimen y castigo, de maldad e ingenuidad. No es difícil trazar un paralelismo entre la Démeter que siembra el trigo y la Pachamama: ambas protegen y castigan, dan y quitan cuando se enojan o no son obedecidas, a ambas hay que dejarles ofrendas conmemorativas. A mí me asombra la similitud de los mitos de todos los pueblos del mundo: es como si hubiéramos nacido con unaidea muy semejante, por eso las coincidencias entre los relatos del Asia y los de las mesetas y valles andinos, los de la Amazonia y de los pueblos originarios de América del Norte. Yo los leo y los estudio como el inconsciente colectivo de la humanidad, y al final de La señora de Ansenuza, que no es un libro para chicos, hay un texto donde comparo nuestras leyendas con las universales… Te confieso algo: Eduardo Gudiño Kieffer aceptó venir a Córdoba a presentarme el libro porque le interesó ese trabajo. —Desde Borges a Yourcenar, por poner dos ejemplos, no son pocos los escritores que han explorado la reescritura de estas historias…
—Una de las cosas que avaló mi interés en los mitos griegos, después de haber leído versiones para adolescentes de la Ilíada y la Odisea, fue comprobar que esa sugestión era compartida por otros escritores a los que yo admiraba. Robert Graves fue el primero, con La diosa blanca, un libro que releo cada tanto. Ninguna feminista lo nombra, pero Graves hace un canto a la mujer y a lo femenino, a las diosas que representaban el poder, la inteligencia, la belleza, la fuerza, mucho antes de que eso estuviera de moda. Mi librito tiene muchos detalles sacados de sus relatos y de su diccionario. Otro libro que leí es Fuegos, de Yourcenar: me reencontré con personajes que admiraba desde niña y me fascinó su prosa. Y Gonzalo Torrente Ballester, el autor de Los gozos y las sombras, tiene un libro que me encantó pero pasó inadvertido: Las sombras recobradas, donde hay un cuento maravilloso titulado “El hostal de los dioses amables”; no sólo es un relato divertido, humorístico, y al mismo tiempo melancólico, sino que es una metáfora del fin de los credos, del amor y de la belleza, todo a través de los mismos personajes cuyas historias yo retomo en En el principio de los tiempos…
—Un libro para niños, yo diría de más de 10 años. ¿Cómo seleccionaste los mitos? Porque hay historias muy truculentas no sólo desde lo afectivo sino también desde lo sexual, cuestión que bordeás en un par de casos.
—Si has leído Psicoanálisis de los cuentos de hadas, de Bruno Bettelheim, que avala los cuentos clásicos europeos como el preludio a las maldades del mundo, verás que tanto Blancanieves, como Caperucita, Cenicienta, Barba Azul, Piel de Asno, tratan de estos temas. Algunos los soslayé y a otros los evité, porque creo que la mejor forma de aprender es despertar la curiosidad y que el lector sea quien busque lo que le atraiga o inquiete del relato: según su edad o experiencia, su interés sabrá encontrar el camino a un mayor conocimiento. Estos relatos están pensados para niños entre los 10 y los 14. Literariamente, elegí un estilo no demasiado aniñado, pero sí lírico: a mis nietos y sobrinos nietos más chicos les gustaron mucho y me pidieron más “cuentos griegos”.
¿No es fantástico que estas historias sigan fascinando a niños y adolescentes?
Comencé a escribir pensando en ellos, hasta que en una cena con Gloria y Mercedes Rodrigué salió el tema y me propusieron editarlos. Acepté de inmediato. —¿Y pediste tener injerencia sobre las ilustraciones y la tapa? —Pedí incluir dibujos de las ánforas griegas antiguas, con los colores que las distinguen, la tipografía empleada en el título y una guarda… sentí que eso completaba una idea culturalmente más abarcativa que los relatos.